"El triunfo de la providencia"
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Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. (Romanos 8:28)
Para los cristianos, este versículo contiene quizás la promesa más gloriosa en las Escrituras. Su magnitud es abrumadora, ya que abarca absolutamente todas las cosas pertinentes a la vida de un creyente. Esta magnífica promesa consiste de cuatro elementos que dan continuidad a la enseñanza de Pablo acerca de la seguridad del creyente en el Espíritu Santo: su certeza, su alcance, sus receptores y su fuente.
LA CERTEZA DE LA SEGURIDAD
Y sabemos (Romanos 8:28a)
En el contexto de las verdades que siguen a continuación en Romanos 8, estas dos simples palabras expresan la absoluta certeza de seguridad eterna que el cristiano tiene en el Espíritu Santo. Pablo no está expresando sus intuiciones u opiniones personales sino que está exponiendo la verdad inerrante de la Palabra de Dios. Aquí el canal de la revelación de Dios no es Pablo el hombre sino Pablo el apóstol, quien continúa declarando la verdad que ha recibido del Espíritu Santo. Por lo tanto, él afirma con la autoridad de Dios mismo que nosotros como creyentes en Jesucristo, sabemos por encima de cualquier duda que cada aspecto de nuestra vida está en las manos de Dios y será usado divinamente por el Señor, no solamente para manifestar su propia gloria, sino también para hacer una realidad nuestra bendición eterna.
La expresión sabemos tiene aquí el significado de podemos saber. Trágicamente, muchos cristianos a través de toda la historia de la iglesia, incluyendo a muchos en nuestros propios días, se niegan a creer que Dios garantiza la seguridad eterna del creyente. Esa resistencia está ligada a la creencia de que la salvación es un esfuerzo cooperativo entre los hombres y Dios, y aunque Dios no va a fallar por su lado, el hombre puede (de ahí su sentido de inseguridad). Sin embargo, la creencia en una salvación por parte de un Dios soberano solamente, conduce a la confianza de que la salvación es segura, porque Dios, quien es el único responsable de ella, no puede fallar. Más allá de esa consideración teológica, Pablo está diciendo que la verdad de la seguridad eterna nos ha sido claramente revelada por Dios, de tal manera que todos los creyentes son capaces de conocer con absoluta certeza el consuelo y la esperanza de esa realidad, si sencillamente toman la Palabra de Dios en serio y la creen sin reservas. El hijo de Dios jamás tiene por qué temer el ser expulsado de la casa celestial de su Padre o temer que llegue a perder su ciudadanía en su reino eterno de justicia.
EL ALCANCE DE LA SEGURIDAD
que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, (8:28b)
El alcance de la seguridad del creyente es tan ilimitado como absoluta es su certeza. Como sucede con cualquier otro elemento en la seguridad de un creyente, Dios es el garante infalible.
Él es quien hace que todas las cosas contribuyan a generar bienaventuranza y bendición en la vida del creyente.
Pablo hace énfasis en el hecho de que es Dios mismo quien se encarga de hacer que el bien llegue a su pueblo.
Esta espléndida promesa no se hace realidad por medio de declaraciones impersonales, sino que requiere la acción divina para cumplirse. El decreto de seguridad de Dios se ejecuta en realidad por la obra de gracia directa y personal de su Hijo divino y de su Espíritu Santo. “Por lo cual [Cristo] puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (He. 7:25).
Además, como Pablo acaba de proclamar: “El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecible. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Ro. 8:26-27).
Todas las cosas abarca todo en absoluto, no tiene características o límites determinantes. Ni este versículo ni su contexto dan pie para restricciones o condiciones de algún tipo. Todas las cosas es inclusivo en el sentido más amplio de la palabra. Nada que exista u ocurra en el cielo o en la tierra “nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:39).
Pablo NO está diciendo que Dios impida que sus hijos experimenten cosas que los puedan lastimar.
Más bien está certificando que el Señor toma en sus manos todo lo que permite que suceda a sus hijos amados, aun las cosas peores, y al final transforma esas cosas en bendiciones.
No importa cuál sea nuestra situación, nuestro sufrimiento, nuestra persecución, nuestros fracasos en la lucha contra el pecado, nuestro dolor, nuestra falta de fe; en todas esas cosas, así como en todas las demás cosas, nuestro Padre celestial obrará para producir nuestra victoria y bendición en último término.
El corolario de esa verdad es que nada puede obrar definitivamente en contra de nosotros. Cualquier perjuicio temporal que suframos será utilizado por Dios para nuestro beneficio (véase 2 Co. 12:7-10). Como se discutirá a continuación, todas las cosas es una expresión que incluye circunstancias y acontecimientos que son buenos o beneficiosos en sí mismos, así como los que en sí mismos son malos y dañinos.
Les ayudan es la traducción de sunergeō, una palabra griega de la cual se deriva la moderna expresión sinergia, la actividad conjunta de diversos elementos para producir un efecto mayor que, y con frecuencia completamente diferente a, la suma que resulta a partir de cada elemento actuando por separado. En el mundo físico la combinación correcta de sustancias químicas que de por sí son perjudiciales, puede producir compuestos que son de gran beneficio. Por ejemplo, la sal común de mesa está compuesta por dos venenos, sodio y cloro.
Ahora bien, debemos tener en cuenta que contrario a lo que pareciera sugerir la traducción de Reina-Valera, no es que las cosas en sí mismas obren conjuntamente para producir el bien. El versículo 28 en la Nueva Versión Internacional dice:
28 Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito.
“Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito”. Como Pablo ha dicho claramente al principio del versículo, Dios es quien dispone mediante su poder y voluntad providenciales que todas las cosas les ayuden a bien a los creyentes, no una sinergia espontánea e impersonal de circunstancias y acontecimientos en nuestra vida.
David dio testimonio de esa verdad maravillosa cuando exclamó gozoso: “Todas las sendas de Jehová son misericordia y verdad, para los que guardan su pacto y sus testimonios” (Sal. 25:10). Sin importar en la senda nos encontremos, el Señor siempre la convertirá en un camino de misericordia y verdad para nosotros.
Es probable que Pablo tenga en mente nuestro bien durante esta vida presente así como el bien último en la vida venidera. Sin importar qué suceda en nuestra vida mientras seamos sus hijos, la providencia de Dios va a utilizarlo para nuestro beneficio temporal así como eterno, algunas veces librándonos de tragedias y otras veces enviándonos a atravesarlas con el fin de acercarnos más a Él.
Tras libertar a los israelitas de la esclavitud en Egipto, Dios hizo provisión continua para su bienestar a medida que enfrentaban los recios obstáculos del desierto de Sinaí. Mientras Moisés proclamaba la ley a todo Israel, también le recordó esto al pueblo: “[Dios] te hizo caminar por un desierto grande y espantoso, lleno de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde no había agua, y él te sacó agua de la roca del pedernal; que te sustentó con maná en el desierto, comida que tus padres no habían conocido, afligiéndote y probándote, para a la postre hacerte bien” (Dt. 8:15-16).
El Señor NO condujo a su pueblo a lo largo de cuarenta años de dificultades y penuria para traerles cosas malas, sino para hacerle bien, el bien que algunas veces resulta necesario que venga por vía de la disciplina y el refinamiento divinos.
En su gracia soberana, el Señor utilizó los frustrantes cautiverios de Israel y Judá para refinar a su pueblo, y esto fue desde un punto de visto humano un proceso lento y arduo.
“Por tanto, no desmayamos”, dijo Pablo para animar a los corintios; “antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co. 4:16-17).
Aun cuando nuestras circunstancias exteriores son onerosas, y quizás en especial cuando son agobiantes y al parecer insalvables desde nuestra perspectiva, Dios está purificando y renovando nuestro hombre interior ya redimido como una preparación para nuestra glorificación que es el bien culminante y supremo.
Primero que todo, Dios dispone que las cosas justas obren para nuestro bien.
Sin duda alguna lo mejor y más significativo de las cosas buenas son nada más y nada menos que los atributos de Dios mismo. El poder de Dios nos sostiene en nuestros problemas y fortalece nuestra vida espiritual. En su bendición final de los hijos de Israel, Moisés testificó: “el eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos” (Dt. 33:27).
A fin de demostrar nuestra dependencia absoluta de Dios, su poder que obra a través de nosotros en realidad “se perfecciona en la debilidad”, como testificó Pablo por experiencia propia. “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo” (2 Co. 12:9).
La sabiduría de Dios es suministrada para nuestro bien.
La manera más directa como sucede esto es que Él comparte su sabiduría con nosotros. Pablo oró pidiendo que el Señor diera a los creyentes efesios “espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él” (Ef. 1:17).
Él hizo peticiones similares a favor de los colosenses: “No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual” (Col. 1:9), y más adelante: “La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales” (Colosenses 3:16 ).
También la bondad de Dios obra para el bien de sus hijos. “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Ro. 2:4).
La fidelidad de Dios obra para nuestro bien.
Aun cuando sus hijos le son infieles, su Padre celestial permanece fiel a ellos. “Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos” (Os. 14:4). Miqueas se regocijó en el Señor aclamando: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia” (Mi. 7:18).
Cuando un hijo de Dios está en necesidad, el Señor promete: “Me invocará, y yo le responderé; con él estaré yo en la angustia” (Sal. 91:15 ).
“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta”, nos asegura el apóstol Pablo, “conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Fil. 4:19).
La Palabra de Dios es para nuestro bien.
“Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hch. 20:32).
Entre más vemos pecado a través de los ojos de las Escrituras, que equivale a verlo con los ojos de Dios mismo, más lo aborreceremos.
Además de sus atributos, los santos ángeles de Dios trabajan por el bien de quienes le pertenecen. “¿No son todos espíritus ministradores”, pregunta retóricamente el escritor de Hebreos al hablar sobre los ángeles, “enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?” (He. 1:14).
Los mismos hijos de Dios se encargan de ministrar su bien de unos a otros.
Al inicio de su carta a los romanos, Pablo aseguró con toda humildad a sus lectores que anhelaba visitarles no solamente para ministrarle a ellos sino también para ser ministrado por ellos, “esto es, para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí” (Ro. 1:12).
Para nosotros los cristianos es al mismo tiempo una obligación y un gozo el “estimularnos al amor y a las buenas obras” (He. 10:24).
Aunque esta verdad es muchas veces difícil de reconocer y aceptar, el Señor dispone incluso que las cosas malas obren para nuestro bien.
Son estos canales menos obvios y mucho menos agradables que Dios utiliza para enviar su bendición, en los que parece que Pablo está haciendo énfasis aquí: aquellas cosas entre Romanos 8:28 “todas las cosas” que en sí mismas son cualquier cosa menos buenas.
Muchas de las cosas que hacemos y que nos suceden son decididamente malas, o en el mejor de los casos, no son cosas que valgan la pena. No obstante, en su sabiduría y omnipotencia infinitas, nuestro Padre celestial se encarga de transformar hasta las peores de esas cosas a fin de que obren al final para nuestro bien.
Como se mencionó anteriormente, Dios usó la esclavitud de su pueblo en Egipto y sus pruebas en el desierto, no solamente para demostrar su poder en contra de los enemigos de ellos y a favor de ellos, sino con el fin de refinar y purificar a su pueblo antes de que entraran a tomar posesión de la tierra prometida.
Aunque las aflicciones y penalidades en el desierto de Sinaí endurecieron los corazones de la mayor parte del pueblo y los hicieron rebeldes, Dios tenía el propósito de que esas pruebas redundaran en su bendición.
Cuando Daniel fue amenazado de muerte por rehusarse a obedecer la prohibición del rey Darío sobre todo culto a cualquier dios fuera del rey, el monarca ordenó con cierta vacilación que el profeta fuera arrojado en el foso de los leones. Cuando se hizo evidente que los leones no estaban siquiera dispuestos a hacerle daño, Daniel testificó a Darío: “Oh rey, vive para siempre. Mi Dios envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones, para que no me hiciesen daño, porque ante él fui hallado inocente; y aun delante de ti, oh rey, yo no he hecho nada malo. Entonces se alegró el rey en gran manera a causa de él, y mandó sacar a Daniel del foso; y fue Daniel sacado del foso, y ninguna lesión se halló en él, porque había confiado en su Dios” (Dn. 6:21-23). El sufrimiento y martirio de muchos de sus santos, no obstante, es una evidencia clara de que Dios no siempre decide bendecir su fidelidad librándolos del daño.
Las cosas malas que Dios usa (sufrimiento, tentación y pecado) para el bien de su pueblo pueden dividirse en tres categorías:
sufrimiento, tentación y pecado.
1. Dios usa el mal del sufrimiento como un medio para traer bien a su pueblo.
Algunas veces el sufrimiento llega como el precio de la fidelidad a Dios.
En otras ocasiones se trata simplemente del dolor, las penurias, la enfermedad y los conflictos comunes que forman parte de la suerte de la humanidad a causa de la corrupción del mundo producida por el pecado.
En otros casos el sufrimiento viene por permiso de Dios, y no siempre como castigo o disciplina.
Noemí, quien temía a Dios y llevaba una vida piadosa se lamentó ante sus conciudadanos: “No me llaméis Noemí (esto es, placentera), sino llamadme Mara (esto es, amarga); porque en grande amargura me ha puesto el Todopoderoso” (Rt. 1:20).
Tras las aturdidoras aflicciones con las cuales Dios permitió que fuera atormentado por Satanás, Job respondió con una confianza humilde y sin reservas: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21).
Por supuesto, con frecuencia el sufrimiento en efecto viene como consecuencia de la corrección divina debida al pecado.
Dios prometió a Judá que, a pesar de la rebelión e idolatría que habían sido las causas de su cautividad: “Como a estos higos buenos, así miraré a los transportados de Judá, a los cuales eché de este lugar a la tierra de los caldeos, para bien” (Jer. 24:5).
Dios escarmentó a ciertos miembros de la iglesia en Corinto a causa de los pecados flagrantes que habían cometido y de los cuales no se habían arrepentido, lo cual trajo como consecuencia que algunos quedaran enfermos y otros murieran (1 Co. 11:29-30).
Sin importar cuáles puedan ser nuestras adversidades o la manera como puedan sobrevenir, Santiago nos exhorta: “Tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia” (Stg. 1:2-3).
Las pruebas que llegan directamente a causa de nuestra relación con Cristo deberían ser recibidas de manera especial, nos dice Pedro: “para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando se manifestado Jesucristo” (1 P. 1:7).
José es un ejemplo clásico del Antiguo Testamento sobre la manera como Dios utiliza el sufrimiento “injustificado” para traer gran bien, no solamente a la persona que sufrió sino a toda su familia, la cual constituía el pueblo escogido de Dios.
Si él nunca hubiera sido vendido como esclavo y arrojado en una prisión, no habría tenido la oportunidad de interpretar el sueño de Faraón y de ser elevado hasta una posición de gran preeminencia, en la cual pudiera ser usado para salvar a Egipto y a su propio pueblo de la muerte masiva por escasez de alimentos.
Con pleno entendimiento de esa verdad maravillosa, José dijo a sus amedrentados hermanos: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo” (Gn. 50:20).
Aunque Job nunca perdió su fe en Dios, en cierto momento sus aflicciones incesantes le llevaron a cuestionar los caminos del Señor. No obstante, después de una exacta reprimenda del Señor, Job confesó: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5-6).
Cierto enemigo de Pablo le infligió con agresividad mucho dolor, se trataba con mucha probabilidad del cabecilla que estaba fraguando la hostilidad en Corinto hacia Pablo. El apóstol sabía que a pesar de que esta persona pertenecía a los dominios del diablo, sus actividades en contra de su ministerio apostólico habían sido permitidas por Dios para impedir que él (Pablo) se exaltara a sí mismo a causa de sus visiones y revelaciones (2 Co. 12:6-7). De todas maneras, Pablo rogó con mucho fervor en tres ocasiones que fuera librado de los ataques de ese hombre. El Señor dio esta respuesta amorosa a su siervo fiel: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Esa explicación fue suficiente para Pablo, quien dijo en plena sumisión: “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.
Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co. 12:10 ). En lugar de quitar el problema de en medio, Dios suministró la gracia suficiente para que Pablo pudiera sobrellevar la situación con gozo y al mismo tiempo crecer en humildad a través de ella.
Por medio de sufrimiento de todas las clases y por todas las razones, nosotros podemos aprender entre otras, benignidad, simpatía, humildad, compasión, paciencia y bondad.
Lo que es más importante, Dios puede utilizar el sufrimiento a un nivel en que puede usar muy pocas cosas fuera de esta herramienta, con el fin de acercarnos más a Él mismo.
Pedro nos asegura y reconforta al decir que “el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 P. 5:10). El puritano Thomas Watson observó: “A veces el lecho de un enfermo enseña más que un sermón” (A Divine Cordial [Grand Rapids: Baker, 1981], p. 20).
El sufrimiento también puede enseñarnos a detestar el pecado.
Nosotros ya odiamos el pecado hasta cierto grado porque es la causa directa o indirecta de todo sufrimiento.
Pero sufrir a un nivel personal a manos de hombres malvados es algo que nos enseñará todavía más acerca de la malignidad del pecado.
Nosotros también llegamos a aborrecer el pecado cuando vemos la destrucción que trae sobre los demás, en especial por el daño que causa a las personas que amamos.
El sufrimiento nos ayuda a percibir y detestar nuestro propio pecado.
En ciertas ocasiones resulta cierto que únicamente cuando somos maltratados, acusados falsamente o cuando nos vemos debilitados por la enfermedad, la ruina financiera o alguna otra forma de penuria, es que nos vemos forzados a enfrentar cara a cara nuestro estado de ánimo, nuestra autocomplacencia o nuestra indiferencia hacia otras personas e incluso hacia Dios.
Al ayudarnos a ver y aborrecer nuestro pecado, el sufrimiento también es utilizado por Dios para extirparlo de nuestra vida y proceder a purificarnos.
“[Dios] me probará, y saldré como oro” (Job 23:10).
El hecho de que suframos a causa de la disciplina divina confirma que ciertamente somos hijos de Dios. El escritor de Hebreos nos recuerda que “el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (He. 12:6-8; cp. Job 5:17).
En tres ocasiones el escritor del Salmo 119 reconoce que el Señor utilizó el sufrimiento para fortalecer su vida espiritual:
“Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra” (Salmo 119:67 );
“Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos” (Salmo 119:71 );
y: “Conozco, oh Jehová, que tus juicios son justos, y que conforme a tu fidelidad me afligiste” (Salmo 119:75 ).
El sufrimiento está diseñado por Dios como una ayuda para que nos identifiquemos hasta cierto punto con el sufrimiento de Cristo a favor nuestro y para conformarnos más a Él.
Es por esa razón que Pablo oraba: “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:10)
Y que se gloriara al decir: “porque yo traigo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús” (Gá. 6:17).
Cuando nosotros de buena voluntad sometemos el sufrimiento que padecemos a nuestro Padre celestial, éste puede ser usado por Él para moldearnos con mayor perfección en la semejanza divina de nuestro Señor y Salvador.
Dios usa el mal de la tentación para traer bien a su pueblo.
Así como el sufrimiento NO es bueno en sí mismo, la tentación tampoco lo es, por supuesto.
No obstante, como sucede con el sufrimiento, el Señor es capaz de utilizar la tentación para nuestro beneficio.
La tentación debería llevarnos a nuestras rodillas en oración y obligarnos a rogar a Dios por fortaleza para resistir.
Cuando un animal ve a un predador, sale corriendo o volando tan rápido como pueda para encontrar un lugar seguro. Esa debería ser la reacción de los cristianos cada vez que se ven confrontados por la tentación. La tentación hace que el creyente piadoso huya y acuda al Señor para obtener protección.
Bien sea que el diablo se acerque a nosotros como un león rugiente o como un ángel de luz, si estamos bien adiestrados en la Palabra de Dios podemos reconocer sus seducciones malignas como lo que son en realidad.
Por esa razón el salmista proclamó: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11).
Dios también puede hacer que la tentación obre para nuestro bien, usándola para devastar el orgullo espiritual.
Cuando luchamos con la tentación, sabemos que en nosotros mismos seguimos siendo susceptibles a las seducciones y contaminaciones del pecado, y cuando tratamos de resistirlo en nuestras propias fuerzas, pronto descubrimos cuán impotentes somos contra él en nosotros mismos.
En su encarnación, ni siquiera Jesús mismo resistió la tentación de Satanás en sus fuerzas humanas, sino que en cada caso confrontó al tentador con la Palabra de Dios (Mt. 4:1-10; Lc. 4:1-12).
Nuestra respuesta a las fascinaciones del diablo debería ser la misma que nuestro Señor tuvo mientras estuvo en la tierra. La experiencia de Cristo con la tentación no solamente nos suministra un ejemplo divino sino que le suministró a Cristo la plenitud de la experiencia humana, a la luz de lo cual el escritor de Hebreos pudo declarar: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15).
Por último, la tentación debería fortalecer el deseo del creyente por el cielo, donde estará para siempre fuera del alcance de la seducción, el poder y la presencia del pecado.
Cuando exclamamos con frustración: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”, también podemos proclamar con él, “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Ro. 7:24-25).
También podemos confesar con el apóstol que, a pesar de que estamos dispuestos a permanecer en la tierra para cumplir el ministerio que el Señor quiere realizar a través de nosotros, nuestro gran anhelo es estar con Él en la patria celestial (Fil. 1:21-24).
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Dios usa el mal del pecado como un medio para traer bien a sus hijos.
Esto tendría que ser cierto si tomamos al pie de la letra la declaración de Pablo con respecto a “todas las cosas”.
Aún más que el sufrimiento y la tentación, el pecado no es bueno en sí mismo porque constituye la antítesis del bien. Sin embargo, en la sabiduría y poder infinitos de Dios lo más admirable es que Él hace que el pecado obre para nuestro bien.
Por supuesto, resulta de gran importancia reconocer que Dios NO utiliza el pecado para bien en el sentido de que sea un instrumento de su justicia.
Esa sería una de las contradicciones más obvias. El Señor usa el pecado para traer bien a sus hijos, prevaleciendo sobre él, cancelando sus consecuencias malignas normales y substituyéndolas de manera milagrosa por sus beneficios.
Debido a que con frecuencia es más fácil reconocer la realidad y la perversión del pecado en los demás que en nosotros mismos, Dios puede hacer que los pecados de otras personas obren para nuestro bien. Si estamos procurando vivir una vida piadosa en Cristo, ver un pecado en otros hará que lo detestemos y evitemos con mayor ahínco.
Por supuesto, un espíritu condenatorio y de justicia en nuestra propia opinión va a tener el efecto opuesto, nos hará caer en la trampa sobre la cual Pablo ya ha dado esta advertencia: “En lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo. Mas sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas es según verdad. ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios? (Ro. 2:1-3; cp. Mt. 7:1-2).
Dios puede hacer incluso que nuestros propios pecados obren para bien de nosotros. Los pecados de un creyente son tan malignos como los de cualquier incrédulo, pero la consecuencia última del pecado de un creyente es inmensamente diferente, porque la deuda por todos sus pecados, los del pasado, el presente y el futuro, ha sido pagada por completo por su Salvador.
Aunque la verdad fundamental de Romanos 8 es que por la gracia inefable de Dios un cristiano está preservado para siempre de la consecuencia última del pecado, que es la condenación eterna (v. 1), un cristiano sigue sujeto a las consecuencias inmediatas y temporales de los pecados que cometa, así como a muchas consecuencias durables de pecados cometidos por él o ella antes de recibir la salvación. Como se advirtió anteriormente en varias ocasiones, el creyente que peca no se libra de la disciplina de Dios, sino que debe tener la seguridad de recibirla como una herramienta de remedio que contribuye a producir santidad en su vida (He. 12:10). Ese es el bien supremo para el cual Dios hace que nuestro pecado funcione.
Dios también hace que nuestro propio pecado obre para nuestro bien, llevándonos a desechar el pecado y desear su santidad.
Cuando caemos en pecado, nuestra debilidad espiritual se hace evidente y nos vemos humildemente motivados a buscar el perdón y la restauración de Dios.
Maligno y perverso es el pecado pero puede traernos bien, al despojarnos de nuestro orgullo y nuestra supuesta invulnerabilidad.
La ilustración suprema de la manera como Dios dispone “todas las cosas”, incluyendo las más dolorosas y malignas para el bien de sus hijos, puede encontrarse en el sacrificio y la muerte de su propio Hijo.
En la crucifixión de Jesucristo, Dios tomó el mal más grande que Satanás pudo haber producido jamás, y lo convirtió en la bendición más inmensa que pueda concebirse y que podía ofrecerle a la humanidad caída: salvación eterna del pecado.
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LOS RECEPTORES DE LA SEGURIDAD
a los que aman a Dios, ... esto es, a los que ... son llamados. (Romanos 8:28c)
La única condición que debe cumplirse en la promesa maravillosa de este versículo tiene que ver con la actitud de quienes la reciben. Es única y exclusivamente a sus hijos que Dios promete obrar todas las cosas para bien. Los que aman a Dios y los que son llamados son dos de los muchos títulos o descripciones que el Nuevo Testamento aplica a los cristianos. Desde la perspectiva humana nosotros somos los que aman a Dios, mientras que desde la perspectiva de Dios nosotros somos los que son llamados.
LOS RECEPTORES DE SEGURIDAD AMAN A DIOS
a los que aman a Dios,
En primer lugar, Pablo describe a quienes reciben seguridad eterna como los que aman a Dios. Nada caracteriza más al creyente verdadero que un amor genuino a Dios. Las personas redimidas aman al Dios de gracia que les ha salvado. A causa de sus naturalezas pecaminosas y depravadas, los no redimidos aborrecen a Dios, sin importar qué clase de argumentos puedan tener para alegar lo contrario. Cuando Dios hizo su pacto con Israel a través de Moisés, dejó muy clara la distinción entre los que le aman y los que le aborrecen. En los Diez Mandamientos el Señor dijo a su pueblo: “No te inclinarás a [las imágenes] ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos” (Éx. 20:5-6; cp. Dt. 7:9-10; Neh. 1:4-5; Sal. 69:36; 97:10). Ante los ojos de Dios, existen únicamente dos categorías de seres humanos, los que aman a Dios y los que aborrecen a Dios. Jesús se estaba refiriendo a esa verdad cuando dijo: “El que no es conmigo, contra mí es” (Mt. 12:30).
Incluso durante el tiempo del pacto mosaico, cuando Dios estaba tratando con Israel su pueblo escogido de una manera única y exclusiva, cualquier persona, incluyendo a un gentil, que confiara en Él, era aceptada por Él y se caracterizaba por su amor hacia el Señor. El grupo de los redimidos de Dios también incluía “a los hijos de los extranjeros que sigan a Jehová para servirle, y que amen el nombre de Jehová para ser sus siervos; a todos los que guarden el día de reposo para no profanarlo, y abracen mi pacto” (Is. 56:6).
El Nuevo Testamento es igualmente claro en el sentido de quienes pertenecen a Dios le aman. “Antes bien, como está escrito”, le recordó Pablo a los corintios: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co. 2:9; cp. Is. 64:4). Más adelante en esa carta él declaró: “Si alguno ama a Dios, es conocido por él” (1 Co. 8:3).
Santiago dice que a quienes aman a Dios, esto es, los creyentes, les ha sido prometida la corona eterna de vida del Señor (Stg. 1:12). Pablo se refiere a los cristianos como “los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable” (Ef. 6:24).
La fe salvadora involucra mucho más que simplemente reconocer a Dios. Hasta los demonios creen temblorosamente que Dios es uno y todo poderoso (Stg. 2:19). La fe verdadera incluye la rendición completa completa de nuestro ser pecaminoso a Dios para recibir perdón a cambio y al Señor Jesucristo como Señor y Salvador, y la primera marca de fe salvadora es amor a Dios. La salvación verdadera produce gente que ama a Dios, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5). No es por casualidad que Pablo coloque el amor en el primer lugar de la lista correspondiente al fruto del Espíritu (Gá. 5:22).
El amor a Dios se relaciona mucho con el perdón, porque el creyente redimido no puede evitar el ser agradecido por el perdón y la gracia de Dios sobre su vida. Cuando aquella mujer pecadora, la cual sin lugar a dudas era una prostituta, lavó y enjugó los pies de Jesús en la casa del fariseo, el Señor explicó a su escamado anfitrión que ella expresó gran amor debido a que había sido perdonada de grandes pecados (Lc. 7:47).
El amor a Dios también está relacionado con la obediencia. “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6:46). El corazón que desobedece con pertinacia es un corazón que no cree ni ama. Puesto que “el amor de Cristo nos constriñe” (2 Co. 5:14), su Palabra también nos constriñe y controla nuestra vida. “Vosotros sois mis amigos”, dijo Jesús, “si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:14). En este contexto, es claro que Jesús usa el término amigo como un sinónimo para discípulo verdadero (véase vv. 8-17).
Obviamente, nosotros no amamos a Cristo de una manera tan completa como deberíamos debido a que todavía somos imperfectos y tenemos algo de la contaminación pecaminosa del hombre viejo. Es por esa razón que Pablo dijo a los filipenses: “Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aún más y más en ciencia y en todo conocimiento” (Fil. 1:9). El amor de ellos hacia Cristo era genuino, pero aún no era perfecto.
El amor genuino hacia Dios tiene muchas facetas y manifestaciones. En primer lugar, el amor a Dios se caracteriza por un anhelo ferviente de comunión personal con el Señor. Ese era el deseo que llevaba a los salmistas a proclamar: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?” (Sal. 42:1-2), y: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25).
David oró: “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario. Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán” (Sal. 63:1-3). Hablando en representación de todos los creyentes fieles, los hijos de Coré exultaron: “Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo. Aun el gorrión halla casa, y la golondrina nido para sí, donde ponga sus polluelos, cerca de tus altares, oh Jehová de los ejércitos, Rey mío, y Dios mío. Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán” (Sal. 84:2-4).
En segundo lugar, el amor genuino hacia Dios confía en su poder para proteger a los suyos. David exhortó: “Amad a Jehová, todos vosotros sus santos; a los fieles guarda Jehová” (Sal. 31:23).
En tercer lugar, el amor genuino hacia Dios se caracteriza por una paz que solamente Él puede impartir. “Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo” (Sal. 119:165). Como creyentes, nosotros tenemos una paz segura que el mundo no puede dar, experimentar, entender o quitar (Jn. 14:27; 16:33; Fil. 4:7).
En cuarto lugar, el amor genuino hacia Dios es sensible a su voluntad y su honra. Cuando Dios es blasfemado, repudiado, o deshonrado de cualquier manera, sus hijos fieles sufren gran dolor por su causa. David se identificó tanto con el Señor que pudo decir: “Me consumió el celo de tu casa; y los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí” (Sal. 69:9).
En quinto lugar, quienes tienen un amor genuino hacia Dios se caracterizan por amar las cosas que Dios ama, y conocemos lo que Él ama a través de la revelación de su Palabra. A través de todo el Salmo 119 el escritor expresa amor por la ley de Dios, los caminos de Dios, los parámetros de Dios, y todo lo que es de Dios. “Mejor me es la ley de tu boca que millares de oro y plata” (v. 72); “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación!” (v. 97); y “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca” (v. 103). David testificó: “Me postraré hacia tu santo templo, y alabaré tu nombre por tu misericordia y tu fidelidad; porque has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas” (Sal. 138:2).
En sexto lugar, los que tienen amor genuino hacia Dios aman a la gente que Dios ama. De forma reiterada e inequívoca Juan asevera que una persona que no ama a los hijos de Dios no ama a Dios y no pertenece a Dios. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida”, nos dice el apóstol, “en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Jn. 3:14). “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (4:7-8). En el lenguaje más enérgico posible, Juan declara que: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (4:20-21). En el siguiente capítulo él declara con la misma firmeza que “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos” (1 Jn. 5:1-2).
En séptimo lugar, el amor genuino a Dios aborrece lo que Dios aborrece. El amor que es conforme al temor de Dios no puede tolerar la maldad. El cristiano que ama se duele por el pecado, primero que todo por el pecado que hay en su propia vida pero también por el pecado que hay en las vidas de los demás, especialmente en las vidas de sus hermanos en la fe. Cuando el canto del gallo le recordó a Pedro la infalible predicción de su Señor, él lloró amargamente por su negación de Cristo, la cual acababa de hacer por tercera vez consecutiva (Mt. 26:75).
Por otra parte, amar al mundo y las cosas del mundo equivale a amar lo que Dios aborrece, y por ende Juan da esta solemne advertencia: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn. 2:15).
En octavo lugar, el amor genuino hacia Dios tiene un anhelo ferviente por el regreso de Cristo. Pablo se regocijaba en su conocimiento de que “me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:8).
En noveno y último lugar, la marca superlativa de amor genuino hacia Dios es la obediencia. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda”, dijo Jesús, “ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Jn. 14:21). Como se indicó antes en la cita de Primera Juan 5:1-2, la obediencia a Dios está vinculada de forma inseparable con el amor a Dios y el amor a los hermanos en la fe.
Aunque se nos ha mandado amar a Dios y a los hermanos creyentes, ese amor no se origina ni puede originarse en nosotros. El amor a Dios es dado por Dios. Juan explica que “el amor es de Dios”, y por lo tanto el amor no consiste “en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:7, 10). Nosotros estamos en capacidad de amar, por la única razón de que Dios nos amó primero a nosotros (v. 9).
LOS RECEPTORES DE SEGURIDAD SON LLAMADOS
a los que ... son llamados.
En segundo lugar, Pablo describe a quienes reciben seguridad eterna como los que son llamados. Así como nuestro amor se origina en Dios, sucede lo mismo con nuestro llamado para pertenecer a su familia celestial. En todo sentido, la iniciativa y la provisión para la salvación vienen de parte de Dios. En su estado caído y pecaminoso, los hombres solamente son capaces de odiar a Dios, porque sin importar qué puedan pensar, son sus enemigos (Ro. 5:10) e hijos de su ira (Ef. 2:3).
Cuando Jesús dijo que “Muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt. 22:14), estaba haciendo referencia al llamado externo del evangelio que se extiende a todos los hombres a fin de que crean en Él. En la historia de la iglesia no hay nada más obvio que el hecho de que muchas, y quizás la mayoría de las personas que recibieron este llamado no lo aceptaron.